domingo, 25 de julio de 2010

Glaciaciones antiguas contra periodos cálidos

A menudo nos fijamos en sucesos y circunstancias que ocurren en escalas temporales que no abarcan mucho más allá de lo que dura una vida humana pero, en lo que respecta a la historia de la Tierra, una vida humana no es más que un brevísimo instante, prácticamente despreciable por lo irrelevante. Para intentar entender los grandes cambios y ciclos por los que pasa nuestro planeta, hay que echar la vista mucho más atrás y contemplar los sucesos verdaderamente antiguos, a escalas de tiempo de cientos e incluso miles de millones de años.
La primera gran glaciación de la que se tiene noticia ocurrió hace unos 2.300 millones de años, allá por el Eón Proterozoico. Durante esta glaciación se cree que la Tierra se llegó a cubrir completamente de hielo, incluso en las zonas ecuatoriales, permaneciendo varios millones de años así. Este tipo de glaciación total es denominada “la Tierra en bola de nieve”. No hubo más glaciaciones conocidas hasta hace entre 850 y 542 millones de años en que el planeta volvió a congelarse enteramente en bola de nieve. A este segundo período frío se le denomina Criogeniense y se especula con que fue el período con las glaciaciones más intensas que nunca haya sufrido el planeta. En realidad la Tierra no estuvo todo el tiempo congelada, sino que se produjeron numerosos subperiodos intensamente fríos de varios millones de años (millones de años=Ma) cada uno entre los que se intercalaban otros más cálidos. En estos períodos los hielos retrocedían y dejaban libres extensas regiones para avanzar de nuevo unos pocos millones de años después. Se cree que fue en uno de esos interludios algo más cálidos donde evolucionó la primera fauna de seres pluricelulares (los primeros mayores que simples microbios) que ha existido, la fauna de Ediacara, llamada así por la región australiana en donde se descubrieron los primeros fósiles, aunque su distribución era mundial. Esta fauna vivió su máximo esplendor entre hace 635 y 610 Ma, y posiblemente se extinguió con el último y más intenso recrudecimiento del frío, al terminar el Eón Proterozoico, hace 542 Ma. Durante el eón siguiente, el Fanerozoico en el que todavía nos encontramos, se produjeron otros 4 grandes períodos glaciales mejor conocidos debido a la mayor proximidad en el tiempo con nuestra era. Estos periodos, de entre 50 y 90 millones de años, no llegaron a congelar toda la Tierra y, al igual que los anteriores, tampoco fueron uniformes, con varios subperiodos de clima relativamente más cálido. El primero de estos grandes periodos se produjo entre el final del Período Ordovícico y el principio del Silúrico, hace unos 450 ma. El segundo comenzó a mediados del Carbonífero y duró hasta casi el final del Pérmico, hace unos 300 millones de años. El tercero comenzó a mediados del Jurásico y se prolongó hasta bien entrado el Cretácico, hace unos 150 millones de años. El último comenzó a mediados del Terciario, en el Plioceno y llega hasta nuestros días. Estos grandes periodos fríos se llaman periodos Iglú, en contraposición con los mucho más cálidos periodos intermedios llamados periodos Invernadero.
Los períodos cálidos, con temperaturas medias muy por encima de las actuales (hasta 23 o incluso 26 ºC de media, comparados con los 15 ºC de media actuales), vieron florecer la vida en todo el planeta, incluyendo las zonas polares que hoy están cubiertas de hielo. En uno de esos períodos cálidos, el Carbonífero, la Tierra se cubrió de espesos e interminables bosques.

Esos bosques se fosilizaron posteriormente y dieron lugar al carbón que hoy en día utilizamos. Otros periodos cálidos, sobre todo durante el mesozoico (la era secundaria, cuando reinaban los dinosaurios) también produjeron carbón pero en menos cantidad.

Los alarmistas se desgañitan intentando meternos miedo con la llegada de una supuesta era más cálida que la actual (3 ó 4 grados más de media), olvidando que son los períodos cálidos los que de verdad favorecen la vida sobre la Tierra.

lunes, 12 de julio de 2010

El CO2 en la época preindustrial

Para el CO2 preindustrial, es decir, para la cantidad de CO2 que existía en la atmósfera antes de que se iniciara la revolución industrial en el siglo XVIII, la ortodoxia oficialista estima una cantidad por debajo de las 300 ppmv (partes por millón en volumen, abreviadamente ppm) desde hace al menos 650.000 años (Siegenthaler et al., 2005).
Estas cantidades están basadas en las mediciones de CO2 atrapado en burbujas de aire extraído de núcleos (cilindros) de hielo de la Antártida y Groenlandia. Hay especialistas en glaciares como Jaworowsky (2007) que cuestionan estas estimaciones. Según este científico:

"El profundo estudio de estas mediciones me convenció de que los estudios glaciológicos no son capaces de proveer una confiable reconstrucción de las concentraciones de CO2 de la antigua atmósfera. Esto se debe a que los cilindros de hielo no satisfacen cabalmente los criterios esenciales de los sistemas cerrados. Uno de esos criterios exige que haya ausencia de agua líquida en el hielo, que puede cambiar dramáticamente la composición química de las burbujas de aire atrapadas entre los cristales de hielo. Este criterio no se cumple, dado que hasta el hielo más frío de la Antártica (hasta -73º C) contiene agua líquida. Más de 20 procesos físico-químicos, en su mayoría relacionados con la presencia de agua líquida, contribuyen a la alteración de la composición química original de las inclusiones de aire en el hielo polar"

Jaworowsky afirma que las mediciones en núcleos de hielo están muy por debajo de las cifras reales, nada menos que hasta un 50% menores que los verdaderos. Esta afirmación de Jaworowsky se ve apoyada por otros científicos que, estudiando otros proxys diferentes, como los estomas, hacen estimas del CO2 preindustrial muy superiores a las realizadas con los núcleos de hielo.

Los estomas como proxys del CO2:
Las hojas de las plantas tienen unas estructuras en su cara inferior (el envés) llamadas estomas, que son como unos agujeritos microscópicos, una pequeñísima abertura entre dos células especializadas llamadas oclusivas que hacen de cierre.

Las plantas pueden abrir y cerrar estos estomas hinchando o deshinchando las células de cierre para regular el intercambio de gases entre el interior de la hoja y la atmósfera externa. Resulta que se ha comprobado experimentalmente, tanto en laboratorio como en estudios de campo en cultivos y bosques al aire libre, que existe una relación muy clara entre la cantidad de estomas que hay en una hoja y la concentración atmosférica de CO2: cuanto más CO2, menos estomas tienen las hojas, ya que necesitan menos agujeritos para captar ese gas y ahorran energías y espacio dejando de fabricar estas estructuras. Si la concentración de CO2 es baja, en cambio, necesitan fabricar más estomas para obtener la misma cantidad de CO2.

Friederike Wagner, un científico holandés especializado en paleobotánica junto con otros especialistas holandeses y americanos publicaron un artículo en la prestigiosa revista Science (Wagner et al., 1999) en el que analizan hojas fósiles de abedules del holoceno; en este estudio, estos especialistas hallan un incremento abrupto de CO2 al comienzo de este período, hace unos 10.000 años, seguido de un declive posterior. Este incremento superó con creces las 300 ppm en contraste con el incremento de 270 a 280 ppm señalado en los núcleos de hielo para el mismo período.
Otros estudios también encuentran niveles superiores a 300 ppm en muchos periodos diferentes durante los últimos 10.000 años, llegando a cifras de hasta 348 ppm, en contraste con los niveles de 270 a 280 ppm que se calculan usando núcleos de hielo. Entre estos estudios podemos citar el trabajo de García-Amorena et al. (2008) quienes, trabajando con hojas de roble fósil del norte de España, calculan una media de 320 ppm durante el holoceno, en el periodo entre hace 9.000 y 1.100 años.

Volviendo a los estudios con núcleos de hielo, otros autores como Hurd (2006) han confirmado las objeciones de Jaworowsky acerca de las inexactitudes que existen en las medidas de CO2 con este sistema.

Una dificultad añadida que tienen que explicar los estudios basados en núcleos de hielo es la extremadamente baja variabilidad del CO2 en tiempos en que la temperatura se sabe que ha variado bastante, siendo que otros métodos sí muestran más variabilidad: por ejemplo, Wagner et al. (2002) con estomas encuentran una variabilidad que oscila entre 270 y 326 ppm de CO2 para el periodo que va de 8.000 a 7.000 años antes del presente, en cambio Indermuhle et al. (1999) encuentran, trabajando con núcleos de hielo, valores de entre 260 y 264 para el mismo periodo.

En la figura de abajo (Fuente: Carter, 2007) se muestra una comparación entre los datos extraídos de núcleos de hielo y los extraídos a partir de estomas de los últimos 1.800 años. Este gráfico muestra una reconstrucción de los niveles atmosféricos de CO2 en los últimos 1.800 años a partir de estomas de pinos fósiles americanos (Tsuga heterophylla) según Kouwenberg. La curva representa la media, la sombra gris el error posible y la línea casi rectilínea de abajo con pequeños cuadrados y diamantes, son medidas de CO2 en núcleos de hielo de la Antártida. Se aprecia claramente que las diferencias en la concentración de CO2 son prácticamente nulas en núcleos de hielo excepto en épocas muy recientes, en cambio no ocurre lo mismo con los estomas, con variaciones que oscilan entre 250 y 400 ppm en el mismo periodo.



Se puede concluir diciendo:
1. Los datos obtenidos de muestras de núcleos de hielo no reflejan las variaciones de concentración del CO2 atmosférico a escala de decenios o incluso de siglos, variaciones que sí se muestran en las reconstrucciones a partir de estomas
2. Muy probablemente, las estimaciones del CO2 atmosférico preindustrial han sido ampliamente subestimadas, siendo los valores reales muy superiores a los obtenidos de las muestras de hielo.

Referencias:

- Carter, R. M. 2007. The Myth of Dangerous Human-Caused Climate Change http://icecap.us/images/uploads/200705-03AusIMMcorrected.pdf
- García-Amorena, I., Wagner-Cremer, F., Gomez Manzaneque, F., van Hoof, T. B., García Álvarez, S., and Visscher, H. 2008. CO2 radiative forcing during the Holocene Thermal Maximum revealed by stomatal frequency of Iberian oak leaves, Biogeosciences Discuss., 5, 3945-3964
- Hurd, B., 2006. “Analyses of CO2 and other atmospheric gases.” AIG News, No. 86, pp. 10-11.
- Jaworowsky, Z. 2007. CO2: The Greatest Scientific Scandal of Our Time. Eir Science March 16, 2007:38-53
- Siegenthaler, U., Stocker, T., Monnin, E., Luthi, D., Schwander, J., Stauffer, B., Raynaud, D., Barnola, J.-M., Fischer, H., Masson-Delmotte, V. and Jouzel, J. 2005. Stable carbon cycle-climate relationship during the late Pleistocene. Science 310: 1313-1317.
- Wagner, F.; Bohnke, S.; Dilcher, D.L.; Kürschner, W.M. 1999. “Century-Scale Shifts in Early Holocene Atmospheric CO2 Concentration.” Science, Vol. 284, pp. 1971-1973.
- Wagner, T., Aaby, B. and Visscher, H., 2002. “Rapid atmospheric CO2 changes associated with the 8,200-years-B.P. cooling event.” Proceedings of the National Academy of Sciences, Vol. 99, No. 19, pp. 12011-12014.

domingo, 11 de julio de 2010

la cinta oceánica de calor se tambalea

Me entero por Plazamoyua y The resilient Earth que la teoría de la cinta transportadora oceánica de calor, o circulación termohalina, tal y como la conocíamos hasta ahora, está cada vez más cuestionada y que ya algunos oceanógrafos de prestigio la dan por caída, a la luz de los últimos descubrimientos sobre corrientes oceánicas, cada uno de los cuales ha supuesto un nuevo hachazo a su credibilidad. La nueva teoría que surge como sustituta está aún mal definida, pero se puede decir que en ella intervienen muchos más factores que los tradicionales, lo que hace a la circulación del agua (y del calor) en los océanos un fenómeno mucho más complejo de lo que hasta ahora se creía.
La pregunta que podríamos hacernos ahora es: ¿afectan estos cambios a la teoría climática oficial?.
En realidad no mucho, pues la teoría oficial se basa en un fenómeno atmosférico, el aumento del CO2, como la causa más importante que conduce la máquina climática terrestre. A lo que afecta en realidad, es al “plan B” de los oficialistas.
Cuando se quiere alarmar con el cambio climático, lo habitual (el plan “A”) es hablar del CO2 y de la subida catastrófica de la temperatura que lleva a fenómenos extremos: subida de varios metros del nivel del mar, aumento de huracanes, etc., pero, claro, esto puede o no pasar ya que, en definitiva, solo son especulaciones, así que se guardan otro as en la manga: el paro de la corriente termohalina por el deshielo de Groenlandia, (el plan “B”): según esta teoría, al aparecer un caudal grande de agua dulce procedente del deshielo de Groenlandia, la corriente del Golfo se detendría, cortando la circulación termohalina y causando un enfriamiento en Europa, lo que desencadenaría rápidamente una nueva edad glacial. Esta teoría es en la que se basa la película “El día de Mañana” y es uno de los miedos (léase augurios apocalípticos) preferidos de Al Gore.
Todas estas especulaciones alarmistas tienen una base común: la creencia en "la gran sensibilidad del clima de la Tierra ante pequeños cambios ambientales causados por el hombre" o, lo que es lo mismo, pequeñas causas pueden tener grandes efectos debido a mecanismos de retroalimentación positivos (el clásico ejemplo es el de el acople de un micrófono a su altavoz, que produce el clásico y molestísimo pitido). Lo que no dicen los alarmistas es que la Tierra sufre continuamente pequeños cambios (del día a la noche, del verano al invierno, etc.) y no se observa esta hipersensibilidad debido a que también hay mecanismos de retroalimentación negativos, es decir, mecanismos amortiguadores y estabilizadores (la evaporación del agua oceánica, la lluvia, el viento, etc.) que tienden a minimizar estos cambios en lugar de incrementarlos.
La teoría de la cinta transportadora se prestaba a estos alarmismos debido a que se supone que existían puntos clave en el océano (como el Mar de Noruega, donde se hundían las aguas cálidas de la gran corriente termohalina mundial), que funcionaban a modo de motor. Si este motor se paraba, todo el sistema podía colapsar.
Los nuevos descubrimientos vienen a cuestionar este modelo simplista de circulación oceánica haciendo mucho más difícil de creer el plan B.