viernes, 10 de junio de 2011

Las bacterias asesinas y el calentamiento global


¿Qué tienen en común una infección alimentaria que causa diarrea hemorrágica grave y que hace enfermar a miles de personas matando a decenas de ellas, con la hipótesis del calentamiento global antropogénico?
Aparentemente, nada. En realidad, bastante:

El principio de precaución.

Según este principio, ampliamente usado por ecologistas, calentólogos y políticos de su cuerda, hay que ser muy cuidadosos con las nuevas tecnologías, porque no se saben sus efectos a largo plazo y podrían causar todo tipo de enfermedades incurables, en especial todo tipo de tumores y cánceres malignos.
Este es el principio invocado por organizaciones como la OMS y Greenpeace (esta última, por cierto, reciente ganadora del primer Premio Ruíz de Elvira al alarmismo sostenible) para alarmar, un día sí y otro también, con el calentamiento global o también, como ha pasado recientemente, con los teléfonos móviles, y pasó anteriormente con las líneas de alta tensión, el café, la sacarina, los pepinillos en vinagre y un largo etcétera de sustancias comunes y no tan comunes que han sido señaladas, culpabilizadas y demonizadas por estos “savonarolas” y “torquemadas” de nuestros días, siempre con escaso, por no decir nulo, fundamento científico, pero con gran éxito mediático por parte de la prensa amarillista, ávida en todo momento de sensacionalismo barato.
El principio de precaución suena razonable en la vida diaria, y todos hacemos uso de él alguna vez: si vemos que está muy nublado, antes de salir de casa cogemos el paraguas o el chubasquero por si acaso llueve.
Pero todo tiene su coste, y aunque sea poco, nadie coge el paraguas si ve que el día amanece despejado, por la molestia de llevarlo todo el rato encima.
Es decir, el principio de precaución es razonable cuando la probabilidad de que ocurra un evento es alta, y la molestia o el coste de las precauciones a adoptar no superan el coste de no adoptarlas y de que ocurra el evento en cuestión.
Desgraciadamente, los costes de las alarmas climáticas que son lanzadas una y otra vez por estas organizaciones son astronómicos, muy superiores a los beneficios de adoptar políticas mitigadoras de los posibles daños, en el dudoso caso de que al final se produjesen, como han demostrado economistas de la talla de Bjorn Lomborg (2008).
El caso de la intoxicación por una cepa virulenta de la bacteria E. coli en Alemania es también ejemplo de lo que acabo de afirmar: invocando el principio de precaución se lanzó la alarma contra los pepinos españoles con poco o nulo fundamento científico, a partir de unos análisis que ni siquiera se han mostrado claramente en público, y se tardó casi una semana en desmentir la acusación, con el resultado de enormes pérdidas económicas que han llevado al borde de la ruina a muchas empresas agrícolas españolas.
Al fin, tras 30 muertos y tres mil afectados, se ha encontrado el culpable: los brotes de soja procedentes de una granja “orgánica” alemana (ver aquí):
Más les valiera a estos alarmistas desinfectar bien sus muy ecológicas granjas orgánicas, exquisitamente sostenibles y amigables con el medio ambiente, pero sucias y enfermas, y dejar en paz a los agricultores normales y corrientes del sur que, como se ha demostrado, son mucho más limpios, eficientes y baratos que ellos.
Y es que siempre se ve la mota en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.
Referencias:
Lomborg, B. (2008). En frío. La guía del ecologista escéptico para el cambio climático. Ed. Espasa. Madrid,284 pp.

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