La Tierra, como todos los demás planetas del sistema solar (y, por lo que sabemos hasta ahora, también los extrasolares) es un sistema complejo, con múltiples interacciones entre sus subsistemas físico-químicos como la atmósfera, la hidrosfera y la geosfera.
Pero, a diferencia de los otros planetas, el nuestro contiene vida, que es en sí un subsistema tremendamente complejo, la biosfera, con interacciones entre sus propios componentes internos, los seres vivos, y relaciones con los otros subsistemas no biológicos del planeta a los que está inextricablemente conectada. Esto hace al sistema de nuestro planeta aumentar tremendamente su complejidad, lo que lo hace, a su vez, más difícil de estudiar y de entender.
Se sabe, desde hace tiempo, que algunas algas marinas microscópicas, como los cocolitofóridos (en la imagen el cocolitofórido Emiliania huxleyi), pueden desprender sulfuro de dimetilo a la atmósfera, un gas que reacciona con los gases atmosféricos para producir gotitas microscópicas de ácido sulfúrico. El ácido sulfúrico es un componente esencial de los núcleos de condensación que constituyen las “semillas” a partir de las cuales, y con la energía de los rayos cósmicos, se forman las gotitas de agua que componen las nubes.
El crecimiento de estas algas “productoras de nubes” se ve muy favorecida por el aumento del CO2, ya que de éste no solo sacan el carbono que les permite fabricar su propia materia orgánica, sino que fabrican con él el carbonato de sus minúsculos caparazones calcáreos. Como la cobertura nubosa es, en general, un factor que enfría el planeta, este mecanismo ha sido postulado como uno de los que pueden influir en el clima global.
Algo menos conocido es el hecho de que las plantas terrestres también pueden influir en la formación de nubes, y no solo aumentando la cantidad de vapor de agua disponible en la atmósfera mediante la evapotranspiración a través de sus hojas, sino también emitiendo los llamados “componentes orgánicos biogénicos volátiles” o BVOC (sus siglas en inglés), que son distintas moléculas orgánicas (isoprenos, terpenos, alcanos, alquenos, alcoholes, ésteres, ácidos, etc.) que, en principio, les sirven para otros menesteres, como la disuasión de patógenos, repelente para herbívoros y atractor de carnívoros, para cerrar heridas, atraer insectos y otros animales polinizadores, e incluso para comunicarse con otras plantas a manera de feromonas.
Algunas de estas sustancias desempeñan un papel de protección frente a altas temperaturas, por lo que el calentamiento que se produjo durante el siglo XX (que parece haberse detenido ya) estimularía su producción: según los investigadores Peñuelas y Llusia (2003) este calentamiento habría elevado la producción de estas BVOC en un 10% y si siguiese incrementándose la temperatura como pronostican los medios oficialistas afines al IPCC, su emisión se incrementaría entre un 30 y un 45% para un calentamiento de 2 ó 3 ºC .
Resulta que algunos de los que más BVOC producen son árboles de los géneros Populus (chopos y álamos), Eucalyptus (eucaliptos) y Pinus (pinos), árboles que han sido (y, presumiblemente, seguirán siendo) ampliamente utilizados en programas de reforestación.
Si a esto añadimos que el incremento de CO2 es beneficioso para el crecimiento de las plantas en general, el resultado es un incremento cada vez mayor de la emisión a la atmósfera de estas sustancias a medida que sube el CO2 y la temperatura, sea por causas artificiales o naturales.
Hay, por supuesto, muchos otros factores que influyen en el crecimiento de las plantas (insolación, disponibilidad de agua y de sales minerales, etc.) pero, con las pertinentes incertidumbres de todo sistema complejo, parece bastante claro que es eso lo que ocurrirá.
En líneas generales, el mecanismo funcionaría así:
A mayor calentamiento global y mayor producción de CO2, más crecimiento vegetal (tanto en el mar como en la tierra), lo que lleva a una mayor liberación de sustancias como las BVOC y el sulfuro de dimetilo, formadoras de nubes. Cuantas más nubes, más se enfría la Tierra, lo que lleva aparejado una menor liberación de estas sustancias formadoras de nubes, y menos nubes significan más sol y más calentamiento de nuevo cerrando de esta manera el ciclo, y así una y otra vez.
Esto es un mecanismo de estabilización, dicho de otra forma, un feed-back negativo que tiende a reducir las oscilaciones climáticas de la misma forma que un termostato regula las oscilaciones de temperatura de una habitación encendiendo y apagando la calefacción o el aire acondicionado. Todo lo contrario de lo que profetizan los modelos del IPCC, que se basan casi exclusivamente en feed-backs positivos, es decir, mecanismos que amplifican enormemente las pequeñas variaciones de temperatura que se producen, sea natural o artificialmente.
Si los feed-backs fueran casi todos positivos, como se empeña en sostener el IPCC, hace tiempo que la temperatura se habría desbocado hasta extremos incompatibles con la vida.
Los mecanismos estabilizadores, como el que hemos visto, explican mucho mejor la historia climática de la Tierra, que ha permanecido en un intervalo de valores de temperatura compatibles con la vida durante al menos 3.500 millones de años
La Biosfera, pues, desde hace millones de años, de manera natural y sin ayuda alguna por parte del Hombre, parece jugar un papel fundamental en estos mecanismos climáticos, como los científicos verdaderamente independientes están probando.
Referencias:
Peñuelas, J. and Llusia, J. 2003. BVOC: plants defense against climate warming? Trends in Plant Science 8: 105-109.
Imagen de Emiliania huxleyi:
Weekly Climate and Energy News Roundup #621
Hace 1 hora
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